Infusiones calientes, limón, agua con sal, ajo y cebolla. Enfrentados al coronavirus, los venezolanos recurren a brebajes y protecciones ancestrales a falta de curas o remedios accesibles a sus bolsillos.
Apenas supo el 13 de marzo de los primeros casos en Venezuela, Dilia Zorila corrió a comprar tapabocas, pero también cebollas para el hospedaje que administra en Güiria; una remota población del noroeste venezolano.
“No está de más”, dijo, tras ordenar a sus ayudantes colocar cebollas en un bol de vidrio en el mostrador donde reciben los clientes. Creencias populares le atribuyen a esta planta alejar virus que afectan el sistema respiratorio.
Con señales telefónicas y de televisión intermitentes, se siente desinformada. “Aquí todo lo que sabemos ha sido por las redes sociales”, comenta a AFP la mulata de 42 años.
En el lobby salta el olor de cebollas incrustadas entre dos ramilletes de flores plásticas.
Dilia coloca una gota de gel antiséptico en las manos de sus huéspedes, y les aconseja buscar “guantes” y “tapabocas”. También les sirve una aromática infusión caliente a base de hierbas y cítricos. “Tienen que beberla”, recomienda.
Para el cirujano Jaime Lorenzo, de la ONG Médicos Unidos, “estas medidas forman parte del desespero” provocado por una pandemia que se ha cobrado más de 11.000 muertos en el mundo desde que apareció en China en diciembre.
“Como hombres de ciencia todo remedio tiene que tener un evidencia científica”, remarca Lorenzo a la AFP.
Si bien el uso de estos brebajes es parte de costumbres “ancestrales”, sus beneficios no están probados, aclara Lorenzo, al alertar sobre los riesgos de quemaduras en la boca y el tracto digestivo por el consumo de líquidos demasiado calientes.
Pero mucho antes de la llegada del Covid-19 a Venezuela, la precariedad del sistema de salud y la imposibilidad de adquirir fármacos, algunos escasos y otros inalcanzables por la inflación, obligó a muchos a recurrir a supuestos remedios caseros, incluso para tratar cáncer.
“Aquí no estamos preparados”, remarca Alodia Antón, comerciante de 53 años que acudió al hospital de Güiria a medir su presión arterial, pero no fue posible “porque no hay tensiómetro en la emergencia”.
Por ello, Alodia pone su fe en los “consejos” que le envía su hermana por Whatsapp desde Estados Unidos, que incluyen “tomar té caliente”, de limón, manzanilla o “lo que sea”, limpiar el piso con vinagre y colocar varias cebollas en un plato en su habitación.
“Esta es una enfermedad muy terrible”, subraya.
El consumo de infusiones calientes está reforzado por el “mito” sobre la presunta fragilidad del Covid-19 ante el calor, indica Lorenzo.
Preocupada, Rosa Solangel, cocinera de 56 años, también acude a protecciones caseras.
“Estamos tomando agua hervida con ajo y limón”, dice entre lágrimas, usando un tapabocas.
Hacer gárgaras de agua con sal se suma a las medidas caseras, pues se cree que previene las infecciones.
Para Juan Bautista López, un pescador de 62 años Tampoco hay ambulancias, por lo que trasladar a un enfermo depende de la bondad de algún vecino con vehículo.
“Es lamentable lo que está pasando en Güiria. Le pido a Dios que la sangre de Cristo nos cubra, estamos en manos de Dios”, exclama. AFP
Fabrican Mascarillas.
El uso de mascarillas se ha hecho obligatorio en el país petrolero para detener la propagación del virus en la nación que vive su tercer año de hiperinflación, con un sistema precario de salud y fallas constante en los servicios básicos como agua y electricidad.
Desde hace más de 20 años, Svieykowsky, una mujer de 39 años, se ha dedicado a la confección y costura de disfraces, chaquetas y uniformes escolares. Ahora con su compañero Jiménez, de 44, iniciaron el diseño y confección de mascarillas en su casa en San Antonio de Los Altos, una ciudad a 40 minutos de la capital venezolana.
Las que elaboran Svieykowsky y Jiménez cuestan 30.000 bolívares o menos de un dólar y las comercializan a través de redes sociales, práctica que se ha hecho común en medio de la cuarentena. Los expertos recomiendan el uso de mascarillas en personas enfermas para evitar contaminar a los sanos y la vida útil de estos elementos de protección es de pocas horas.
“Las tenemos a bajo costo por la cuestión de la necesidad, la situación económica que todos estamos atravesando”, sostuvo Svieykowsky, quien agregó que también las han regalado cuando las personas no tienen el dinero para pagarlas “esa también es la idea, ayudar un poquito a las personas que lo necesitan”.
Vecinos en una barriada de la ciudad andina de San Cristóbal decidieron usar retazos de tela que tenían guardados y fabricar desde el miércoles todos los tapabocas que pudieran y repartirlos de forma gratuita.
Es para “donarlos a personas vulnerables de nuestra comunidad, a los abuelos, personas con enfermedades terminales y a los niños en vista de la situación económica y para prevenir que se extienda el coronavirus en nuestra comunidad”, dijo Maura Bencomo, un ama de casa de 51 años, mientras cosía un tapabocas.
“Hay personas de mi comunidad que apenas les alcanza el dinero para comprar comida y no para comprar tapabocas”, agregó. Ya han hecho 150 mascarillas de distintos colores y telas.
La fabricación de Svieykowsky y Jiménez es sencilla, inspirada en el origami, se lleva unos 10 minutos en hacerla. Los primeros modelos los diseñaron sobre sus caras. Aunque Svieykowsky posee su propio taller fuera de casa donde podrían fabricar a gran escala, llevó los materiales a su residencia para acatar la cuarentena.
Por recomendación de una amiga médico venezolana, residente en España, Svieykowsky y Jiménez ahora esterilizan las mascarillas en un horno antes de las entregas.
Ambos sostienen que sus mascarillas son desechables: “se debe utilizar una por día”, sostuvo Svieykowsky destacando que entre la población hay muchas creencias falsas sobre el uso del tapabocas y hay que recordarles que se deben desechar a diario.
Con información de AFP.